lunes, 3 de mayo de 2010

En la ciudad del lobo blanco



La niebla se disipó, pero ningún pájaro cantaba en aquella fría mañana. La humedad se filtraba en la roca y despedía un olor dulzón. Una fina capa perlada por miles de gotitas de agua cubria los sólidos bloques que conformaban las paredes de la barbacana.
Orkus aferró su hacha con impaciencia mientras dirigía su mirada muralla abajo. Pocos pies bajo ellos, una danzante marea del Caos les obsercaba con odio contenido. El orco alzó la mirada entonces hacia la ciudad, que se comunicaba con el fortín en el que se encontraban por medio de un viaducto surcado por varios puentes de madera abatibles. Déoran tragó Saliva mientras asía su espada a dos manos. El silencio lo ahogaba todo, inquietante. Sólo el viento matutino les hacía vibrar los tímpanos.

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